El fracaso del sistema de partidos. La izquierda sin nación

El fracaso en la negociación para la constitución de un gobierno de coalición tras las elecciones del 20 de diciembre de 2016, constituye un campo de trabajo importante para detectar los aspectos críticos que padece nuestra democracia, puesto que el desencuentro político ante la necesidad del acuerdo de gobierno no es algo coyuntural, sino que responde a una trayectoria con profundo surco en nuestra sociedad. Hoy en día se ha llegado incluso a formular el desencuentro político y la falta de diálogo con la derecha por parte de las izquierdas, no como un problema sino como una virtud, formando tal rechazo al diálogo, parte muy importante de la cultura política de muchos españoles. Indiquemos que una concepción ideológica que busca la adhesión emotiva de los afectos y el encono hacia los adversarios, no es propia de una democracia, es la de una sociedad enfrentada.
Curiosamente el desencuentro político español, en aparente paradoja, ha sido alentado y está protagonizado por los que han detentado el sistema: los partidos que le dieron origen y han disfrutado en mayor o menor medida del poder. Desde un principio, el juego político fue monopolizado por los viejos partidos surgidos de la Transición, conformando prontamente ese bipartidismo que sirvió para ofrecer una estabilidad política en España admirada en otras latitudes. Pero ese monopolio de lo político por los partidos, cada vez con mayor poder e influencia, y también cada vez más alejados de la ciudadanía, les fue conformando como entes cerrados, mutando sus iniciales planteamientos de servicio público por un llamativo sectarismo y radicalización, convirtiendo a cada partido en un fin en sí mismo. Poco a poco radicalismo y sectarismo fueron considerados por los partidos como la parte fundamental de su ideario, apoderándose de ellos subsiguientemente, huérfanos de ideología y proyecto nacional, la corrupción. El resultado ha sido la actual crisis política.
Desde la situación privilegiada que les ofrecía a los partidos, ya desde su mismo inicio, el ser considerados los protagonistas de un sistema democrático, procedieron a presionar e influir en el resto de los poderes del Estado, a retorcer la legalidad en su provecho, accionar todo tipo de presión sobre las iniciativas emergentes e importantes de la sociedad civil, ejercer un clientelismo que ha acabado por convertir en irrespirable el ambiente social en determinados sectores profesionales o regiones. Estas iniciativas, que iban amoldando el sistema a sus intereses partidistas, se realizaban de forma unilateral desde las instituciones, el gobierno o desde el poder de las autonomías, evitando cualquier deliberación al respecto desde la política. De hecho, los partidos se han apartado del dialogo, de la misma política, manifestándose inútiles a la hora de consensuar políticas de Estado; bien fuese la reforma constitucional o el modelo territorial o una ley estable sobre educación o la política de seguridad ante el terrorismo, las relaciones internacionales o, incluso, la de defensa.
En esta cuestión, el proceder seguido por los partidos la define así Ruiz Soroa : «Un comportamiento que consiste en que los principales actores del sistema político —que son los partidos políticos y las élites que los dirigen— no cumplen la metarregla hipotética. Precisamente ellos. Y de manera sistemática y empecinada. En otros términos, han desviado y pervertido para su interés faccional y cortoplacista todas las instituciones que configuran el sistema, aprovechándose del papel hegemónico que la Constitución les otorgó, hasta llegar a causar graves disfunciones y averías en esas mismas instituciones».
Así pues, no se trata tan sólo de que los partidos con responsabilidades en el pasado no hayan sido capaces de ponerse de acuerdo en esta ocasión para formar un gobierno tras las elecciones del 20D, que podía ocurrir después de haberlo intentado tras agotadoras sesiones. Las formas exhibidas, el no rotundo desde el primer instante del líder socialista a ponerse en contacto con el de la derecha, o que éste hiciese mutis por el foro a la posibilidad de investidura huyendo de su responsabilidad, explican mucho las limitaciones políticas de los que nos representan, provenientes de un largo periodo de desencuentro democrático y subsiguiente paralización política. En palabras de Habermas supone todo un aldabonazo para la preocupación: «sin entendimiento mediado por el lenguaje no nace la fuerza que sostiene y promueve la progresiva democratización de la sociedad».
El fenómeno de radicalización y subsiguiente subversión del sistema por interés partidista, fue visible desde hace años en las formaciones nacionalistas que habían monopolizado el gobierno en sus respectivas autonomías: el poder no les aplacaba, sino que les radicalizaba y les llevaba hacia la ruptura política, como medio de garantizarse la continuidad de ese poder en la forma de reclamación de independencia. Algo similar ha ocurrido en los viejos partidos nacionales: el ejercicio del poder y el abandono de las convicciones democráticas les ha introducido en una espiral de sectarismo que ha puesto en crisis nuestro sistema de convivencia, no se da la ruptura territorial, pero si las de las relaciones políticas. Y tal y como Hobbes afirmara sin eufemismos, la inclinación al deseo de conseguir el poder y de mantenerlo a toda costa, con el riesgo de deriva al totalitarismo, lo tenemos rotundamente delante de nosotros.
Parece evidente que el diálogo entre los partidos fue bastante más fluido a la salida de la dictadura, su debilidad inicial, paradójicamente, favoreció importantes acuerdos, incluido el de la Constitución. Este hecho supone que el ejercicio del poder durante estos años, el poder y la enorme influencia que han ido adquiriendo, y la cada vez más barriobajera dialéctica entre ellos, es lo que les ha apartado de aquellas relaciones y comportamientos previos, elementales y necesarios en toda democracia. Está claro que el exceso de poder, sin suficientes contrapoderes capacitados que lo limite, lo que genera mayor ansia de poder, es el origen de la crisis de nuestro sistema.
Pero, además, han faltado en los partidos los marcos compartidos fundamentales que dejaban de legitimar el sistema. Han faltado referencias institucionales que les aproxime y un discurso legitimador del sistema, lo que les ha facilitado para carecer de cualquier referencia ideológica más allá del propio partido. La democracia no es ni mucho menos la simple embestida entre los partidos, supone el respeto a un marco común, a unas reglas de juego comunes, y compartir un buen espacio del discurso político. Amén del respeto a la existencia y opinión del adversario, el respeto, por supuesto, de la ley, pero, sobre todo, concebir el juego político y la deliberación parlamentaria dentro de un espacio común de colaboración para el bienestar de la ciudadanía: un espacio nacional. Tenía razón Burke –a pesar de su profundo conservadurismo-, al declarar en los orígenes del parlamentarismo moderno británico, que el Parlamento no era un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, sino una asamblea deliberante de una nación en el que debe guiar el interés general. Pues bien, el abandono de la deliberación, el abandono de referentes comunes, incluidos referentes constitucionales, el distanciamiento de la sociedad y de los intereses generales, es lo que ha llevado a esta situación de colapso político. Comportamiento que ha sido explícito en los viejos partidos, y al que no son inmunes los nuevos partidos emergentes, exagerándolo incluso en el caso de Podemos, y matizado en el de Ciudadanos, pues el sectarismo y la concepción del propio partido como un fin en sí mismo forma parte ya de la mala cultura política dominante. Otra cuestión digna de preocupación.
Para el profesor Antonio del Moral , todo sistema debe disponer de un equilibrio entre consenso y escisión, pero con límites: «demasiado consenso mitiga la imposición de responsabilidad a las élites y una fuerte escisión pone en peligro la democracia». Debe darse lo que Parson llamó «una polarización limitada de la sociedad». Y añade, «para que la democracia funcione bien y sea estable es esencial un partidismo abierto y moderado», situación que hace años echamos de menos.
A ello debiéramos añadir el riesgo producido por la transformación de nuestro sistema en un Estado de partidos. Así lo manifiesta Guillermo Cortázar : «Manuel García-Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional, advirtió, en 1986, en su libro El Estado de partidos, que regímenes plenamente democráticos pueden evolucionar hacia un Estado de partidos. El Estado de partidos es una forma oligárquica de gobierno en la que unos pocos partidos políticos acumulan el poder en detrimento de la libertad, la calidad democrática y la representación. Se caracteriza por la deficiente separación de poderes, escasa representatividad y controles y una más que holgada financiación pública, lo que les convierte en órganos funcionales del Estado. La corrupción es un síntoma, una resultante del deficiente funcionamiento de los controles y de la división de poderes».
En el caso español el sistema es una democracia de partidos en tal medida que el diputado o concejal electo se considera que lo es por la designación que ha realizado su partido para que lo sea, no porque lo haya elegido la ciudadanía, raptando a ésta la representación política. Comportamiento difícil de encontrar en las democracias consolidadas donde el cargo electo no pierde el carácter de representante de la ciudadanía frente a su partido, y donde es frecuente, tanto en la Asamblea Nacional francesa como en el Parlamento británico, observar a diputados contradecir el voto del líder de su formación. En el caso español el afiliado a un partido tiene que abandonar en la puerta de la sede gran parte de sus derechos como ciudadano, empezando por la libertad de expresión. Aberraciones democráticas que forman parte hoy de la cultura política de los españoles. El llamativo monolitismo y poder de los partidos acaba bolchevizándolos.
El relativismo cultural y político global se encuentra en España favorecido por la inexistencia de un discurso que consolide los referentes políticos esenciales y comunes de todo sistema. Nuestro sistema desde el principio no es discursivo, consecuentemente no es deliberativo, coherentemente no existe costumbre política en la sociedad –como la concibiera Tocqueville- por lo que los populismos actuales disponen de un espacio muy adecuado para sus demagógicos discursos. Es más, en las contadas ocasiones que las formaciones que fundaron nuestra convivencia política hacen un discurso, éste suele ser crítico con el sistema. Líderes del PSOE han calificado a nuestra democracia de baja calidad al socaire de concepciones libertarias, o demagogias democráticas. La derecha no va muy lejos en su auxilio y amparo, se suele conformar con un discurso levemente legitimador, fundamentalmente basado en cuestiones anteriores al sistema actual, como los valores tradicionales y esenciales de España y algunas de sus instituciones, y no tanto en la legitimación de su reformulación por la Constitución del 78. Por otro lado, los últimos cuatro años de gobierno de Rajoy se han caracterizado por su escandaloso silencio y la pasividad política, en un momento de necesario liderazgo.Probablemente la desaparición de un discurso legitimador y básico de nuestro marco político tenga que ver con la pronta desaparición de su principal impulsor, la UCD, que no superó la fase de ruptura con el sistema anterior. Es también de anotar la poca acción legitimadora del sistema que la limitadísima función política del jefe del Estado le permite desarrollar, muy reducida frente a los discursos de cohesión nacional que hacen los presidentes de las repúblicas vecinas. La simplista ideología pragmática-sindicalista en el seno del PSOE (salvo en la época presidida por González), está muy alejada del discurso socialdemócrata europeo, absteniéndose desde hace años de poner en valor nuestro sistema. A ello hay que sumar en este vacío legitimador, el frágil discurso de la derecha que, acomplejada, no sabe desembarazarse de la acusación injusta y falsa que la izquierda le endosa de heredera del franquismo, dejando sin discurso apologético nuestro sistema. Los mitos, referencias, concepciones comunes no existen, están mal vistos, frente a los «abundantes y sagrados» de los nacionalismos etnicistas. Es ciertamente coherente que en un sistema sin discurso político se incremente, de una manera llamativa, el burocratismo y la carrera del político profesional. Para colmo, tal como está reglamentado el parlamentarismo en España, la deliberación se hace muy difícil, y siendo la política deliberación, ésta se hizo innecesaria: políticos sin política. Ni siquiera para nuestra izquierda, siguiendo la estela de los nacionalismos periféricos, es necesaria la nación española.
La negación de este concepto básico -la nación-, que la izquierda niega a España y que servilmente acepta para los nacionalismos periféricos, supone, al carecer el mínimo marco común con otras fuerzas constitucionales, el origen de la incapacidad política del PSOE, el origen de su rechazo a los necesarios acuerdos de naturaleza fundamental en todo estado democrático. Si ni siquiera se comparte un concepto republicano de la nación, si se añade una obsesión infantil para la reforma de la Constitución, es que el PSOE desde hace tiempo forma parte, antes de que apareciese el populismo izquierdista, del problema de España. El abandono «del concepto discutido y discutible de la nación» le traslada en la práctica, inconscientemente, fuera del marco constitucional. Por otra parte, reducir el discurso de la izquierda a la fobia hacia la derecha, inhabilita la posibilidad del ejercicio de la política, y transforma al partido que la enarbola en mera facción, pues sin espacio compartido en política no existe posibilidad para la existencia de partidos. Son otra cosa, bandas al asalto del poder.
El aprovechamiento sectario de los atentados del 11M, que pudo haber echado abajo el encuentro de la Transición, la memoria histórica, posiblemente con el mismo fin de arrebatar a los españoles la naturaleza fraternal que supuso la Transición, volviendo al cainismo que dio al traste con la II República, el ‘Nuevo Estatut’ y la larga negociación con ETA, las reticencias a la sucesión del rey, han demostrado que el PSOE constituye una pieza fundamental desencajada del sistema democrático español, en comparación con el comportamiento de los partidos homónimos del norte de Europa. Como expresa Valera Ortega , «la idea de soberanía nacional fue un principio central…, pero sobre todo, fue seña característica de la izquierda democrática española –frente a absolutistas y doctrinarios- hasta casi nuestros días: hasta que en 2004 el presidente Zapatero, intercambiando ciudadanos por territorios, en una alianza con el nacionalismo secesionista, renunció al secular principio».
Es evidente que una cultura democrática republicana, no hubiera permitido que surgieran capítulos tan desestabilizadores como el soberanismo de Ibarretxe, o el aún más grave de la declaración de independencia por el Parlamento catalán. Y no por la aplicación de medidas coercitivas, sino porque una cohesión republicana entre las fuerzas fundamentales hubiera dotado de un discurso que impidiese iniciativas secesionistas. La igualdad republicana obvió en Francia la conversión de los particularismos regionales, que por tenerlos los tiene como en España, en identidades políticas en enfrentamiento con el sistema.
Parece ser que la actual idiosincrasia de la izquierda ha sido paulatina y artificiosamente creada. Al abandonar sus principios, la izquierda vino a articularse bajo mecanismos propios de fuerzas doctrinarias como las nacionalistas. En fechas recientes diferentes autores observan la asunción de mecanismos de adhesión propios de los nacionalismos, tanto la manipulación del conflicto, frente a la dialéctica política en una democracia, o la cohesión identitaria de los adeptos, asumiendo un discurso, una filosofía política típicamente reaccionaria propia del tradicionalismo preliberal. Más que ciudadanos lo que busca la izquierda son masas enfebrecidas contra la derecha tras liderazgos transformados en caudillajes.
La manipulación del conflicto la formula Víctor Lapuente Giné : «El nuevo político concentra sus esfuerzos en los temas que fracturan a la sociedad en dos bandos para dejar claro que él es el líder de uno. Cuanto más se hable de lo que nos divide a los españoles, y menos de lo que nos une, mejor…». Por este procedimiento se busca una muralla que encierre a los propios y se exacerba la controversia con los otros, procedimientos que contradicen los límites del funcionamiento democrático. Y aunque el autor se ciña principalmente a Podemos, es muy difícil negarse a reconocer ese comportamiento en el mismísimo PSOE, incluso con anterioridad a la aparición de la formación antisistema.
Tal mecanismo, el de la creación del conflicto, basado en elementos más sentimentales que en la racionalidad que debe presidir la democracia, promueve según Gil Calvo «…esa misma sed de venganza que, transmitiéndose generacionalmente de padres a hijos, hoy han heredado algunos partidos emergentes simbolizados por Podemos, que han asumido el imperativo justiciero de la ira popular para aplicarlo por igual a toda la casta oligárquica. ¿Logrará Sánchez revertir tan fatídico legado?». Evidentemente no puede, pues él mismo es el resultado y actor de esa preocupante deriva en la que lo importante es el enfrentamiento con la derecha, identificando a los nuestros como los del progreso o los del cambio, y a la derecha con el inmovilismo, la creadora de todos los problemas, incluido el catalán, y, en general, con toda maldad. Es significativo que el recientemente elegido secretario general de la UGT, tras el éxito de la concepción encasilladora de lo identitario, realice un discurso primitivo de clase, el de ellos y nosotros -cuando el sindicalismo es fuerte mediante la colaboración- y asume como progresista el «derecho a decidir». Otra prueba más del desmoronamiento de la política en nuestro país desde la izquierda.
En este sentido, ante el abandono socialdemócrata y su deriva libertaria, el surgimiento de Podemos es en gran medida la lógica consecuencia del devenir del PSOE, además de los factores que le han impulsado en la crisis económica. Un PSOE de textura socialdemócrata hubiera limitado la credibilidad de Podemos, y hubiera sido proclive, genéticamente proclive, como el resto de las socialdemocracias europeas, a un encuentro con la derecha ante los graves retos existentes. La democracia exige una actitud de cohesión democrática, y es imposible con una izquierda cuya única seña de identidad es la fobia hacia la derecha. Y no sería justo considerar que la fobia sea recíproca en igual dimensión, la derecha no ha estado en pacto alguno, como el del Tinell, que excluyera del juego a ninguna fuerza democrática, ni declara al presidente del gobierno persona non grata en su ciudad, como ha ocurrido por iniciativa socialista. Sin embargo, ante un problema de Estado como el vasco, en pleno plan soberanistas de Ibarretxe y la «socialización del sufrimiento» por parte de ETA, fue capaz de otorgar la presidencia del gobierno a los socialistas a cambio de nada, sólo de maltrato.
Ante el débil discurso legitimador del sistema, acosado y seducido por los discursos de los nacionalismos, surge como fenómeno reciente una concepción identitaria en la izquierda. Los mitos recreados del enfrentamiento pasado, al que renunciaron sus líderes en la Transición, la ha ido transformando en la última década, cerrándose en sí misma y erigiendo su propia muralla. La creación de diferentes nacionalismos y los bloques de la izquierda sobre mitos identitarios, están rompiendo el espacio republicano de la política. Ellos encierran y escinden en diferentes guetos a la ciudadanía, a la que liquida, y desaparecen los hitos comunes de la revolución liberal, libertad, igualdad y fraternidad. No sólo los nacionalismos rompen el «demos», el encasillamiento de la izquierda nos conduce hacia una sociedad desarticulada para la democracia.
Respecto a la manipulación de la identidad, en la forma que ya lo hicieran los nacionalistas, hay que coincidir con Luis Haramburu Altuna en su análisis de la situación actual, incluso en su forma rotunda de expresarlo: «Los partidos políticos se han constituido en baluartes identitarios que sustituyen a la patria común. Nuestros líderes políticos se han erigido en demiurgos identitarios que confieren legitimidad y valor a las posiciones políticas particulares. Sólo así se explica la conversión de los adversarios políticos en enemigos irreconciliables, incapaces de consensuar el interés general de quienes conformamos la patria común». Empieza a utilizarse con cierta frecuencia un concepto aberrante para la democracia, el de «patriotismo de partido», que implica concebir al mismo no como un instrumento, además, tampoco como un fin, sino como el ambiente social y cultural donde el individuo encuentra sentido a su existencia, como la patria para el nacionalismo. En esta situación casi resulta un consuelo que se devuelva la decisión a la ciudadanía mediante unas nuevas elecciones, pero este fracaso no hace más que constatar el fracaso de los viejos partidos. Esperemos que no, todavía, del sistema.
Acabemos concluyendo que el diseño de nuestra democracia, incluida nuestra Constitución, no son los causantes de nuestro déficit político, sino que éste ha sido causado por los partidos que tanta influencia tienen en el sistema. Cuando nuestra democracia fue instituida por aquellos partidos recién creados, anteriores a la degeneración padecida, la democracia española tenía una imagen y fortaleza indiscutible. No fue destruida por golpistas, resistió el terrorismo, ni los nacionalismos periféricos osaron asaltarla entonces, ni fue desautorizada por las nuevas generaciones de la izquierda. Está en camino de fenecer por obra de sus creadores. La imposibilidad de un gobierno de gran coalición constituye un gran fracaso que puede promover preocupantes secuelas. La reforma constitucional no es tan imprescindible como la refundación de los viejos partidos, que necesitan, especialmente el socialista, abandonar el encastillamiento identitario.
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    Acerca de Eduardo Uriarte Romero

    Eduardo (Teo) Uriarte Romero nació en Sevilla en 1945, trasladándose a Vitoria en 1953. Es doctor en periodismo por la Universidad del País Vasco. Militó en ETA en 1964, estando en busca y captura desde 1967. Fue condenado en el Proceso de Burgos en 1970 a dos penas de muerte. Amnistiado en 1977 formó parte del núcleo que constituyó Euskadiko Ezkerra (EE). Participó en el desmantelamiento de ETA pm, fue parlamentario vasco por EE en las dos primeras legislaturas y posteriormente concejal por el PSOE-PSE en el ayuntamiento de Bilbao, dónde finalizó su carrera política como teniente de alcalde. Posteriormente fue gerente de la Fundación para la Libertad. Periodista colaborador en diferentes publicaciones, ha escrito "La Insurrección de los vascos en 1833" (1978), sus memorias, Mirando Atrás (2002) y "Tiempos de Canallas" (2013). Ostenta la medalla al mérito Constitucional.