El fracaso de los nuevos populismos

La agitada historia de Europa señala gravísimos episodios que enturbiaron el siglo XX. Las corrientes filosóficas y económicas emergentes a comienzos del pasado siglo, abocaron en la radicalización de las ideologías en su fase incipiente de manera dramática. Lo que se venía conociendo como conservadurismo derivó en Alemania e Italia en movimientos populistas que pretendían hacer frente al ímpetu del socialismo real, que fue como se denominaba asimismo el comunismo. La revolución rusa de 1917 atrajo, inicialmente, a una considerable masa de campesinos y obreros oprimidos durante el zarismo a esta nueva doctrina marxista, que se fue implantando en el vasto territorio de la Gran Rusia, y que pronto se manifestó como un régimen de terror bajo el férreo control de una minoría que, de manera aplastante, sojuzgó a millones de rusos, y más tarde, a muchos millones más de hombres y mujeres de las naciones que fueron absorbidas por la URSS. Los expertos en la época soviética cifran en cerca de 23 millones de ejecuciones mayoritariamente bajo la cruel tiranía de Iósif Stalin.
Las naciones de Europa y del mundo trataron de hacer frente a los horrores que ya se conocían a pesar de la censura y el estado policial que imperaba en la URSS. Y en países que conocieron la decadencia de los antiguos imperios europeos, surgieron movimientos fundamentados en el populismo social que dieron forma al fascismo en Italia y al nacionalsocialismo en Alemania. Las consecuencias de ambos movimientos fueron la destrucción de los principios democráticos, si bien, inicialmente, se apoyaron en la democracia para llegar al poder mediante las urnas (Alemania), y más tarde, una vez consolidado el poder absoluto, la implantación de regímenes de terror que conducirían a Europa a una de las más devastadoras guerras y a millones de hombres, mujeres y niños al exterminio.
La izquierda y la derecha, como hoy son conocidas estas corrientes ideológicas, se posicionaron mayoritariamente en el extremismo bajo dictaduras sanguinarias en Rusia y la URSS, Bulgaria, Rumania, Polonia, Hungría, Albania, Yugoslavia, Letonia, Lituania, Estonia, Checoeslovaquia y Alemania del Este. Asimismo, en Alemania e Italia. La mayor parte de Europa sucumbió a los mensajes demagógicos y simplistas de los populismos de izquierdas y de derechas. Las promesas de redención abocaron pronto en campos de exterminio y las libertades, tan defendidas por los ideólogos de estas abominables ideologías, fueron liquidadas sin ninguna traba por cuanto cualquier enemigo de aquellos regímenes era ejecutado por los «representantes del pueblo». Algo de aquello llegó a España por la deriva radical de algunos políticos socialistas y comunistas, que en la II República gritaban «¡Viva Rusia!», y colocaron en la Puerta de Alcalá gigantescos murales de Stalin y Lenin. Sobre las consecuencias de aquel extremismo descontrolado en la última fase de la República, hay numerosas publicaciones de historiadores españoles y reconocidos hispanistas.
Por conocer bien la historia y también las circunstancias de la España que comenzó la transición democrática en 1.977, el PSOE renunció al marxismo en su XXVIII Congreso, y abrazó la socialdemocracia, que era la forma extendida en toda la Europa democrática de la postguerra. El socialismo ha gobernado España durante veinte años, y su contribución al progreso y la estabilidad institucional ha sido determinante para consolidar las bases de una democracia plena, un Estado de Derecho y un bienestar social jamás conocido. Y ahora, tras casi cuarenta años de Transición, surge un populismo de izquierdas que trata de arrastrar al PSOE a posiciones fuera de los límites de la socialdemocracia para volver a otras formas de «socialismo real», y que ahora se etiqueta como «socialismo revolucionario bolivariano», pero que en realidad sería el retroceso a un comunismo fracasado.
Sus propuestas, más allá de oportunos retoques y maquillaje dialéctico, se fundamentan en el marxismo que, con Lenin y Stalin, dio forma a una dictadura de partido enemiga de las libertades individuales en favor de un Estado omnipresente. Afortunadamente, y contra las expectativas, dicha opción populista no ha logrado triunfar en las pasadas elecciones generales, y por contra ha cosechado un sonoro fracaso. Ello es señal de la mesura de una inmensa mayoría de españoles que conocen el precio de las libertades asentadas en la Constitución de 1978. Una de las razones de este fracaso, tal vez haya sido el énfasis que ha puesto su ideólogo de cabecera, al anunciar que en caso de alcanzar la meta y poder gobernar en España, hubiera comenzado a anular las libertades propias de una democracia liberal, controlando los poderes del Estado y utilizarlos de manera sectaria. Anunciaban también los mecanismos de control en asuntos económicos, políticos, militares, policiales, inteligencia, y los relativos a la enseñanza, las creencias religiosas, los medios de comunicación, y todas las libertades individuales que hoy disfrutamos tras años y esfuerzos y de combatir aquel otro autoritarismo que gobernó durante casi cuarenta años en España.
La historia de nuestro siglo XX no ha sido precisamente gloriosa, pero de ella aprendimos algunas lecciones que sirvieron para dar forma a una nueva etapa democrática, que, con sus imperfecciones, ha logrado el mayor período de paz, estabilidad y progreso que recuerda la historia. Los políticos españoles han dado en general ejemplo de generosidad y realismo, y se alejaron de tentaciones extremistas de derecha o de izquierda, que abocarían a otro fracaso. Parece que todos estos logros no satisfacen a jóvenes ideólogos que descubren ahora el más radical extremismo populista, el comunismo marxista-leninista, y pretenden aplicarlo en la España democrática del siglo XXI. Pero para tranquilidad de una mayoría cualificada, ese fantasma que amenazaba con irrumpir en nuestras vidas ha sido ahuyentado en las urnas el 26 J.
Y luego de los primeros días tras la resaca electoral, algunos están ahora en el delirio o el escapismo, tratando de entender el mensaje de las urnas. Y no es para menos, los resultados de las elecciones han sido una prueba palmaria de que las únicas encuestas creíbles son las de las urnas. Los datos son irrefutables: ha ganado un solo partido y han perdido tres. Esa es la traslación numérica de los votos aplicada a cada partido. Pero no es, en modo alguno, la versión política
La lectura política de los resultados no está siendo entendida en su dimensión esencial. La primera conclusión es que no ha habido un ganador definitivo. El PP ha sido el partido más votado sin lograr captar la mayoría suficiente, y por ello, está necesitado de pactos y acuerdos con los partidos perdedores para no atrincherarse en un gobierno de minoría, que, sin apoyos parlamentarios, sería un gobierno débil, inestable y acosado en la tramitación legislativa en el Parlamento. Más aún, su triunfo reflejado en 137 diputados, se explica por una serie de razones que la cúpula dirigente del PP no parece dispuesta a reconocer, el miedo ha sido el principal aliado del PP. Muchos votantes han acudido sin entusiasmo alguno, apenas sin esperanza de que cambie todo lo que el PP no parece dispuesto a cambiar.
Engreídos ante este resultado, podrían engañarse creyendo que éstos se deben a la valoración de los aciertos del gobierno en relación a la economía, a la magnífica campaña electoral, a la irresistible fuerza del programa o la impactante personalidad de los candidatos o al carisma de su líder. Pero nada más lejos de la realidad. Los votantes del PP, en una gran mayoría, han ido a votar tapándose la nariz, asqueados de la situación y con el miedo en la espina dorsal ante el fantasma del populismo que parecía llamado a arrasar el Estado del bienestar y la propia convivencia. Ha sido la España moderada la que se ha lanzado a las urnas para alejar ese fantasma, y en buena medida lo ha conseguido con sus votos. Por ello, no deben de tratar de disimular porque lo saben bien. Ha sido el temor a ese anunciado fantasma.
El PSOE ha sido el segundo partido más votado y ha aguantado el «sorpasso» de IU/Podemos, pero ha perdido clamorosamente las elecciones con un resultado catastrófico para un partido histórico con enorme significación social y política. Da la sensación de que Pedro Sánchez no logra entender el mensaje de las urnas, y continua la sangría de votos. No obstante, sus diputados son de enorme importancia para la gobernabilidad de España si asumen con responsabilidad el coste personal que esto pudiera suponer para Pedro Sánchez y para el PSOE. Sánchez y sus adláteres se presentaron para ganar a IU/Podemos, que no fueran superados, y no para ganar las elecciones y gobernar España. Y así prosiguen en su tozudez sin ver la realidad, y negándose a contribuir a la formación de un gobierno que logre la inaplazable estabilidad institucional que reclama la mayoría de los ciudadanos. De continuar en tal inamovible posición, forzaría unas terceras elecciones, tan innecesarias como contrarias al interés general, y puede estar seguro Pedro Sánchez del riesgo que correría el PSOE, como responsable último de tan bloqueo. Si de verdad Sánchez quiere contribuir a la recuperación electoral del PSOE, tiene una ocasión magnífica para mostrar sin complejos la responsabilidad y grandeza de la política, contribuyendo a la gobernabilidad y ejerciendo una oposición al PP en el Parlamento digna del gran partido que representa.
Ciudadanos recoge la cosecha que ha venido sembrando en estos últimos meses, y ha perdido 400.000 votos y las expectativas de ser el partido clave en el panorama político español. Cs. emergió a la política nacional a costa del desgaste del PP, de la indignación y hartazgo de buena parte de sus votantes. Y parece que Albert Rivera ignora lo efímero de la oferta centrista en España, y ha repetido hasta la saciedad su mensaje posibilista, que si bien en momentos puntuales puede dar rédito electoral, como ocurrió el 20 D, también se puede esfumar a la misma velocidad cuando las aguas retornan a su cauce, como parcialmente acaba de ocurrir. Albert Rivera peca de voluntarismo, de bisoñez y de falta de equipo, y sus pretensiones se ven frenadas al resurgir de un centro derecha que representa la mitad del electorado.
Y finalmente, el importante batacazo de IU/Podemos. Ahora andan muy revueltos tratando de entender lo que ha ocurrido. De momento, se atreven a señalar el error de los votantes por no votarles a ellos. La lucha interna ha comenzado y traerá consecuencias que apenas se hacen ver. Y es que Pablo Iglesias, encumbrado en su soberbia, ya se imaginaba en el Palacio de la Moncloa. Más de un millón de españoles le han negado esa fantasía propia del demagogo que embauca en las plazas del pueblo, y no es capaz de mostrar la mínima experiencia en el ejercicio de la política, más allá del agitador profesional y asambleario. Imaginaba lo sencillo que sería pasar de un aula como profesor ayudante a gobernar el Reino de España, la cuarta economía de la UE. Iglesias desconoce algo elemental en la larga historia de las democracias occidentales; jamás ha ocurrido un fenómeno capaz de catapultar a la Presidencia de una Nación a alguien sin la más remota experiencia para ejercer tan alta responsabilidad, incluso de gestionar una empresa y afrontar las dificultades propias del riesgo empresarial. Esto ocurre únicamente en países con regímenes totalitarios, tal que Venezuela, donde un conductor de autobuses (Nicolás Maduro) puede levantarse un día como presidente del país, sin capacidad, mérito ni experiencia. Así le va a Venezuela, y así la diferencia con Alemania o cualquier otra democracia.
En fin, según el veredicto de las urnas, cada cual recibe lo que merece. Esta puede ser la lección más simple de estas últimas elecciones.
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    Acerca de Jose Maria Martinez de Haro

    Doctor en Derecho, Licenciado en Ciencias de la Información. Profesor y Periodista.Ha sido Director del Gabinete de Comunicación de D. Adolfo Suárez, Asesor de la Presidencia del Gobierno con D. Leopoldo Calvo Sotelo, Subdirector de Medios de Comunicación Social del Estado, Director de la Voz de AlmeríaConsejero de la Presidencia del Grupo 16, Profesor Colaborador de la Facultad de Derecho de la UCM