España hoy

El siglo XX en España fue época de grandes fracasos y pruebas, pero concluyó con el triunfo cívico más notable de toda su Historia Contemporánea: la Transición democrática de 1976-1982. Sin embargo, es típico del país que en los primeros años del siglo nuevo, voces estridentes de las izquierdas emitan críticas categóricas denunciando las insuficiencias del nuevo orden democrático e insistiendo en la necesidad de una “Segunda Transición.”

La Transición de 1976 no fue perfecta, porque no lo es nada en la vida humana, pero es también típico de las izquierdas españolas que la critiquen no por sus errores, sino por sus aciertos. La crítica principal es que no entregó todo el poder íntegramente a las izquierdas para instaurar otro régimen de exclusivismo izquierdista y de venganza, como en la desastrosa Segunda República.

La Transición democrática triunfó precisamente porque no fue eso, sino porque constituyó la primera transición basada en el consenso y la democracia y no en el exclusivismo partidista. Las izquierdas la denuncian ahora porque aprobó una amnistía general y no les ha permitido perseguir a los que consideran sus enemigos, ignorando que en 1977 la demanda número uno de todas estas mismas izquierdas era precisamente eso: una amnistía general para todos.

La Transición democrática en España constituyó un acontecimiento único en la historia política comparada y contemporánea. La democratización de una dictadura firmemente establecida e institucionalizada por muchos años, llevado a cabo -según las leyes e instituciones de esa misma dictadura- sin ninguna violencia ni por el gobierno ni por las principales fuerzas políticas, no había tenido lugar antes en ninguna otra parte del mundo, y fue la herramienta utilizada por casi todos los países que participaron en la tercera gran ola de democratización en el mundo del siglo XX. Constituyó sin la menor duda un gran logro cívico, a pesar de sus insuficiencias con respecto a las autonomías y otros problemas diversos. Y cambió la imagen de España en el mundo.

Hasta se logró civilizar al Partido Socialista por primera vez en su larga historia, convirtiéndolo en un movimiento socialdemocrático. Luego, los socialistas gobernaron por una larga etapa —demasiado larga (1982-1996)—, hasta caer en la peor corrupción económica en la historia moderna de España y una notable recesión económica. El siguiente gobierno de centro-derecha de José María Aznar (1996-2004), proveyó la mayor administración de toda la época contemporánea en España, con una impresionante gestión de la economía, reformas administrativas, la única mejora en la educación del ultimo cuarto de siglo y una política exterior más vigorosa.

Las paradojas abundan en la historia de España, aun más que en la historia de otros países, y paradójica es la situación del país en 2018. Los polos principales de la paradoja actual son que España tiene un record admirable de recuperación económica y un ritmo de expansión económica mayor que en la gran mayoría de sus vecinos de Occidente, pero está sufriendo una crisis política que casi no tiene arreglo, crisis política que puede ser crisis constitucional.

En la última década se ha producido una biblioteca entera de obras de “arbitrismo” en forma de libros y artículos que analizan, a veces con acierto y profundidad, los problemas principales del país, desde la “partidocracia” a la patología del catalanismo radical, pasando por muchos otros problemas que requieren reforma; como el sistema judicial y la selección e independencia de los jueces y tribunales, cambios en la ley electoral y la educación, incluyendo estudios a veces muy acertados y penetrantes de los problemas económicos, desde las políticas equivocadas de los gobiernos a varios niveles, pero especialmente en las autonomías, hasta los fracasos técnicos y estructurales en algunas otras dimensiones.

Si analizamos esta situación en su contexto histórico más amplio, encontramos que desde el año 2004, España ha entrado en su cuarto ciclo o periodo de historia política contemporánea en estos dos últimos siglos desde 1808. Estos ciclos de la historia contemporánea en España son de aproximadamente 65 años en cada caso, una realidad histórica señalada y definida originalmente por Pío Moa.

El primer ciclo fue del liberalismo clásico y censitario, pasando por las primeras elecciones modernas y las Cortes de Cádiz a la trayectoria principal del liberalismo censitario, hasta la primera democratización y la ruptura del país con la República Federal. De 1808 hasta 1874 son 66 años.

El segundo ciclo fue inaugurado por la restauración de la monarquía parlamentaria reformista en 1874 y la larga época de la Restauración, con sus reformas, evolucionándo con cambios abruptos hasta la República democrática, régimen que alentó un nuevo proceso revolucionario. Esto condujo a la Guerra Civil hasta la derrota o victoria final, según se defina, en 1939. De 1874 hasta 1939 pasaron 65 años.

El tercer ciclo marcó el periodo de una nueva estabilización posrevolucionaria, la definitiva modernización, y la creación de un sistema democrático consensuado, democracia que abarcaba a casi toda la sociedad civil por primera vez. Fue la época de la modernización definitiva, y de 1939 hasta 2004 fueron exactamente 65 años.

Si se pregunta por qué se divide la historia cívica de la España contemporánea por estos tres ciclos, todos aproximadamente de la misma duración, la respuesta es que no se trata de ningún misticismo de números mágicos ni de la aplicación de ninguna fórmula de tipo cabalístico, sino de la evolución y duración de procesos generales y macrohistóricos, que duran aproximadamente el mismo número de años. En la medida en que haya cierta regularidad, es el tiempo necesario para largas transformaciones.

Los números por sí mismos no son tan significativos. Se pueden encontrar otros ejemplos: Franco gobernó durante 39 años, y Juan Carlos I reinó por 39 años. Tal vez no son más que coincidencias. En cambio, los ciclos en la historia contemporánea de Francia no son nada simétricas.

Si el tercer ciclo español fue de la expansión y el comienzo de mayor integración y estabilización, el cuarto —el actual— nació, según parece, bajo el signo de la deconstrucción y de la disgregación. Empezó con el atentado terrorista del 11-M de 2004, cuyas consecuencias demostraron que una parte importante del acuerdo político de la Transición se había roto, y todo esto abrió el camino a la situación que tenemos hoy.

El atentado terrorista fue un acto exterior que meramente creó cierta oportunidad para un cambio. No debe en sí mismo ser el resultado de una marcada inflexión. Si, por ejemplo, hubiera tenido lugar en Estados Unidos, donde el sentido patriótico es fuerte, no habría alentado ninguna inflexión sino, al contrario, un fortalecimiento del gobierno nacional, como ocurrió con el gobierno de Bush tras los ataques del 11-S. Pero España es diferente, y tiene capacidad de autosubversión.

Aunque muchos comentaristas han querido ver alguna conspiración especial detrás del atentado —noción que se encuentra con frecuencia en el caso de los magnicidios, y en casi todos los países—, no hay ninguna evidencia que apoye tal tesis, aunque la investigación posterior y el juicio fue flojo e incompleto. Ya hay una historia de tales controversias en la Historia Contemporánea de España, pero con más humo que fuego. Se trató de un típico acto terrorista islamista, de una sección de Al-Qaeda, según parece, y ni siquiera está claro que tuviera que ver especialmente con las elecciones generales, aunque pareciera que sí. La idea original fue conmemorar el gran atentado de las Torres Gemelas, que había tenido lugar también un día once.

Que tuviera consecuencias políticas importantes en España dependía exclusivamente de los españoles, con su peculiar espíritu cívico o ausencia de él. Lo que tuvo lugar subrayó la quiebra del espíritu original de la Transición, primero con el empleo del día de reflexión para una nueva campaña de agitación (casi de estilo soviético), coincidiendo con la expansión de una nueva campaña de crítica, a no decir denuncia, de la Transición democrática. Todo esto efectuó un punto de inflexión grave en 2004, abriendo otro ciclo de historia política.

Pero la primera quiebra del acuerdo de la Transición la encontramos antes del fin del siglo XX en la campaña electoral de Felipe González y los socialistas en 1993. Uno de los acuerdos tácitos originales se había basado en la aceptación del adversario dentro de una competición democrática en un Estado de Derecho, y de no emplear argumentos o analogías históricas extravagantes en el curso de esta competición política. Pero cuando González se vio ante el riesgo de perder las elecciones de 1993 (por primera vez en más de una década), no vaciló en tachar al Partido Popular de “franquista”, y de insistir en que la elección de Aznar significaría la vuelta al “franquismo.” Tal vez esta propaganda tuviera algún efecto en 1993, pero no la tuvo tres años más tarde. Pero después del año 2000, cuando el Partido Popular ganó con mayoría absoluta, esta clase de propaganda llegó a formar un aspecto básico de la dialéctica izquierdista.

¿Por qué han llegado a ser tan importantes la utilización partidista de estos argumentos de la historia más cercana? No se trata meramente de una peculiaridad española, porque actualmente el argumento sectario de la historia juega un papel básico en casi todos los países occidentales. En términos generales, es la consecuencia natural del progresismo contemporáneo con su cultura del victimismo. Esto es un aspecto fundamental de la corrección política dominante, o sea, de la religión secular de Occidente en el siglo XXI, reemplazando al cristianismo, aunque en sí misma es en una parte considerable el resultado de la secularización del mismo cristianismo, mezclada con aspectos de un marxismo transformado.

El progresismo actual y la cultura del victimismo están reñidos con la historia, la cual nunca se había conformado con su culto nuevo. Así, se define la historia principalmente como una crónica del victimismo. Las supuestas víctimas son los beatos y santos mártires de esta nueva religión. Mientras el cristianismo predicaba el rechazo del mundo pecaminoso, la nueva religión secular predica la transformación milenaria de un mundo pecaminoso por medio del progresismo, y el rechazo de la civilización occidental en su forma y cultura históricas. La controversia sobre la historia en la España del siglo XXI tiene sus matices particulares, pero en una perspectiva más amplia es meramente el aspecto español de una tendencia general del mundo occidental contemporáneo.

Bajo el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en 2004, se aceleró la erosión de ciertos valores y estructuras de la Transición, y esto es lo que marca especialmente, por ahora, este cuarto ciclo político de la Historia Contemporánea del país. La estrategia política de Zapatero después de las elecciones buscaba la formación de una especie de nuevo Frente Popular con otros partidos de izquierda, y con los catalanistas y vasquistas, aunque al fin y al cabo fracasó. Buscaba nuevos acuerdos con los nacionalistas negociando con ETA y estimulando un nuevo y radical estatuto de Cataluña que, originalmente, no había sido solicitado por la mayoría de los catalanistas. La consecuencia de esta maniobra ha sido fomentar la deconstrucción del Estado español. Del mismo modo, buscaba deconstruir la integración interior del país, anulando el Plan Hidrológico Nacional.

Zapatero cambió radicalmente la política exterior formando amistades especiales con dictadores izquierdistas y gobiernos islamistas. Esto fue consistente con la estrategia política del progresismo occidental de deconstruir las formas y cultura históricas de Occidente. En la esfera doméstica, anuló la única reforma prometedora en la educación de toda la época democrática. Y por contra, aprobó una ley de “Educación para la Ciudadanía” para indoctrinar a los alumnos españoles en su versión del progresismo actual. Insistió en la necesidad de enseñar una introducción al Islam, y recomendaba no mencionar capítulos como el de los visigodos o la Reconquista, es decir, fundamentos básicos de la historia de España.

Insistía en su versión de la revolución cultural, sobre todo haciendo hincapié en dar énfasis a expresiones de sexualidad aberrante, invertida y perversa, llegando a estar verdaderamente obsesionado por los temas sexuales. Perseverando en la enseñanza de una aberración como una norma.

Reintrodujo la historia de la Guerra Civil como una línea divisoria entre los españoles con una ley nueva conocida comúnmente como “Ley de Memoria Histórica”, que pretendía de forma maniquea, entre otras cosas, declarar como bueno al bando republicano-revolucionario, dando un respaldo oficial con subvenciones para su exclusiva “memoria.”

Así, el año 2004 marcó un punto de inflexión en la historia política de la España contemporánea. Aunque Zapatero quedó frustrado en algunos de sus objetivos políticos, consiguió dar un primer paso hacia una segunda transición, en este caso hacia la deconstrucción del país y el inicio de un proceso politico-legal de un “sovietismo suave” en contra de los derechos constitucionales.

La obra destructiva de Zapatero fue interrumpida por la Gran Recesión del año 2008, que, sencillamente, no supo afrontar, dando paso a su derrota y la victoria de Mariano Rajoy y el Partido Popular antes del fin de 2011. El gobierno Rajoy impuso una política económica severa de restricciones y de subida de impuestos, pero evitó que España se convirtiera en una segunda Grecia, y después de cinco años muy difíciles quedó coronado con cierto éxito cuando se logró otra vez un crecimiento productivo sostenido.

Pero aunque el primer gobierno Rajoy gozó de una mayoría absoluta, no empleó esta fuerza para anular los cambios de su predecesor hacia una segunda transición o la imposición de un sovietismo suave que pusiera al revés el resultado de la Guerra Civil. La pobreza dialéctica del gobierno de Rajoy fue pasmante. Trató de evitar cualquier discusión de la cultura o de la historia, terrenos que entregó totalmente a las izquierdas. Sólo la división y la debilidad de las izquierdas le permitiría mantenerse en el poder después de las segundas elecciones de 2016, con un gobierno minoritario, pero excesivamente débil, lo que a mediados de 2018, ha dado pie a que un Partido Socialista, con un líder sin principios y sin otro objetivo que llegar al poder, le expulsara de la Moncloa con el apoyo de los separatistas, comunistas y neoterroristas, al aprobar el Parlamento por vez primera desde la Transición democrática una moción de censura.

El surgimiento del catalanismo radical, que constituye el problema político más inmediato, tiene raíces complicadas y una larga historia. Representa la versión coetánea de las convulsiones periódicas de Cataluña, históricamente la región más convulsa de España. Mi gran maestro profesional, Jaume Vicens Vives, quien en su día no fue solo el mejor historiador de Cataluña, sino el más destacado historiador de España, solía llamar la atención a uno de los estereotipos de los catalanes, según el cual, los catalanes oscilaban entre el espíritu del seny y el espíritu del arrauxament. (El seny es cordura o sensatez, y l’arrauxament el arrojo o el apasionamiento). En términos generales, el seny es predominante, y la convulsión más rara.

Pero del ultimo medio milenio, el único siglo sin convulsión catalana fue el XVI. En el siglo XV tuvo lugar una gran guerra civil, acompañada por la rebelión de los remensas. En el siglo XVII, la gran revuelta de 1640, también con guerra civil, acabó con un efecto bumerán perdiendo España -y Cataluña- algunos territorios en favor de Francia de modo permanente. Al comienzo del siglo XVIII, el protagonismo anti-borbónico de los catalanes terminó con el gran asedio de Barcelona. Durante el siglo XIX la “ciudad condal,” como se decía, ganó fama de ser “la ciudad más revolucionaria de Europa” por su concatenación de revueltas, pasó a ser definida como “la ciutat de les bombes,” por ser el centro del terrorismo anarquista, para dar paso más tarde a la Barcelona revolucionaria de la Segunda República. Son muchas convulsiones para una sola región y una sola ciudad. Antaño, algunos decían que la convulsión política fue típica de España. Si eso fuera así, Cataluña sería la región más típicamente española.

El primer intento independentista fue la revuelta de 1640, que acabó bajo el yugo de Francia. El catalanismo político decimonónico no era independentista hasta la formación de la Esquerra, después de la Primera Guerra Mundial, y el independentismo puro normalmente no formó parte del catalanismo radical hasta la Segunda República. De hecho, perdió gran parte de su autonomía en la Guerra Civil misma, bajo el gobierno neocentralista de Juan Negrín de 1937-38.

Los orígenes del independentismo actual tienen que ver con el cambio generacional en el liderazgo del catalanismo después de la jubilación de Jordi Pujol, y con la entrada de jefes más radicales y también menos inteligentes y más ineptos. La formación del gobierno regional “tripartit” en 2003 fue otro paso, pero el eslabón más significativo fue la decisión del gobierno de Zapatero de auspiciar la introducción de un nuevo estatuto autonómico aún más amplio. La intención estratégica del presidente español fue la creación de una especie de nuevo frente popular entre el Partido Socialista y los aliados nuevos, principalmente catalanistas y vasquistas, un proyecto deleznable que fomentaba la fragmentación tan frecuente en los proyectos del izquierdismo español.

No pienso entrar en mucho detalle en el problema catalanista, que ha sido narrado y analizado hasta la saciedad. Para el catalanismo radical la cultura victimista corriente es perfecta, porque permite presentar a los catalanes, tan privilegiados y prósperos, como víctimas de la típica “España dominante” o “represiva”, uno de los grandes tópicos del último medio milenio occidental. En esto los hechos son irrelevantes, como la realidad empírica es irrelevante en cualquier discurso radical, y aún más en el victimismo actual.

La dominación de la educación y de la mayor parte de los medios de comunicación popular ha sido fundamental en este proceso, propagando una versión ficticia de la historia y de la realidad contemporánea, pero esto ya ha recibido mucha atención en casi cualquier análisis serio del problema.

Es interesante la reacción internacional en los últimos meses. Una de las grandes armas de los nacionalistas ha sido siempre la propaganda, y se ha dicho acertadamente que en los primeros días de octubre de 2017 ganaron la batalla mediática de las imágenes. Además, España es siempre el país de Occidente más desconocido y sobre el cual los comentaristas extranjeros cometen el mayor número de errores. Esto tiene una historia muy larga.

Pero muchos periodistas, estudiosos y analistas españoles se han esforzado por presentar narrativas más exactas, y descripciones y análisis más certeros, mientras los periodistas internacionales más solventes han tratado de informarse mejor. Los líderes de la Unión Europea y de varios gobiernos han hablado en términos claros y exactos. Después de los primeros días, tras los hechos de finales de septiembre y la declaración unilateral de independencia -abortada- de octubre de 2017, los comentarios internacionales han mejorado mucho en cuanto a la certeza y la objetividad.

Todo eso está muy bien, pero no cambia la realidad de que el país tiene que enfrentarse con una verdadera crisis política —crisis en cierto sentido del sistema mismo— por primera vez desde la muerte de Franco. Para enmendar el eslogan de José María Aznar, se puede decir que España iba razonablemente bien durante los primeros 27 años después de la Constitución de 1978. Vivía en un verdadero Estado de Derecho, a pesar de ciertas lacras, y la economía igualmente funcionaba razonablemente bien. No se encuentran tales condiciones en la mayor parte del mundo, hasta en el siglo XXI. Bajo la gestión de Mariano Rajoy y sus ministros la economía se ha recuperado, pero esta mejora vive actualmente bajo la sombra de una crisis política, cuyas repercusiones pueden ser graves.

Es fácil citar la frase de Ortega —como yo he hecho en varias ocasiones— según la cual el problema catalán no tiene solución directa, sino que es algo que España tiene que “conllevar”. Pero esa es la política de los dos últimos gobiernos españoles que, en palabras de Núñez Florencio han ido “oscilando entre la resistencia y la rendición”, y no ha funcionado. Rajoy quiso imponer la ley por la fuerza, pero él mismo la frustró al convocar elecciones regionales inmediatamente, y eso no ha servido en modo alguno para resolver el problema ni a corto ni a largo plazo, al contrario, lo ha agravado.

Normalmente es recomendable abordar un problema con la negociación, pero en los últimos cuarenta años la negociación ya ha sido frecuente, normalmente como una calle de sentido único a través del chantaje y la concesión.

Para el Partido Socialistas y otros, el remedio es la reforma de la Constitución para crear un verdadero Estado federal, reemplazando al actual Estado autonómico asimétrico. Eso es algo que los catalanistas y vasquistas no aceptarían nunca, porque un verdadero federalismo impone condiciones iguales para todos. De ningún modo sería aceptable para catalanistas y vasquistas, que insisten en sus fets diferencials que reclaman términos y condiciones especiales y superiores para ellos.

En cuanto a los otros problemas públicos, la mayor parte de los comentaristas serios están de acuerdo. Tienen que ver con 1) la reforma y la mejora de la educación; 2) la reforma y la independencia judicial; 3) el dominio de la “partidocracia”, problema importante que se puede atacar por medio de una reforma de la ley electoral; 4) la corrupción en la política y la administración, problema reconocido por casi todos. Para la reforma de la mayor parte de estos problemas, no es necesario la revisión constitucional, sino la voluntad y el acuerdo para efectuar cambios básicos.

Por dos siglos, el problema más grave de España ha sido la división política con su intenso faccionalismo, algo superado solamente por las condiciones especiales de la Transición (y también por esa primera transición de la Restauración). El problema es que se vivía entonces una situación muy especial, saliendo de una dictadura larga. Las condiciones actuales no gozan de una situación tan aleccionadora.

La próxima amenaza en acecho es la nueva radicalización de la ley de memoria histórica, presentada al Congreso de los Diputados el 22 de diciembre de 2017 por el Grupo Parlamentario Socialista como la proposición de ley núm. 190-1. Y que el presidente Pedro Sánchez ha convertido en el leitmotiv de su antipolítica con su obsesión de exhumar los restos de Franco del Valle de los Caídos.

Intelectualmente adolece de los mismos defectos de la ley aprobada diez años antes, presentando la “memoria histórica” como memoria y como historia, cuando no puede ser ni la una ni la otra cosa. “Memoria histórica” no existe. Es un oxímoron, una contradicción en términos. La verdadera memoria es individual y subjetiva, mientras la historia es objetiva y el trabajo de todos los historiadores, no una obra subjetiva individual. Los historiadores profesionales que trabajan en el campo de lo que se llama “memoria colectiva” están de acuerdo en que se trata de una creación cultural o política, un artefacto del presente con respecto al pasado.

Pero la nueva proposición socialista es mucho peor que la anterior, que pretendía establecer una interpretación de la historia por acción del Estado, porque el nuevo proyecto pretende criminalizar el juicio y las opiniones historiográficas al estilo soviético. Intenta crear una checa historiográfica de pensamiento único formando una ‘Comisión de la Verdad’, que tendrá el poder de decretar los términos de discusión de la historia española contemporánea. Para los que infrinjan tal norma arbitraria se prescriben castigos directos: encarcelamiento de 1 a 4 años, multas de hasta 150.00 euros, y, para profesores y maestros, la inhabilitación para la docencia.

Esto es puro sovietismo al tipo de 1984, y la segunda transición al estilo Zapatero o Sánchez, supondría una transgresión abierta de la Constitución democrática que, de llevarse a cabo, significará el comienzo del fin del Estado democrático de Derecho creado en 1976-78.

En mi propio caso, provoca una reacción irónica. En el siglo pasado, durante la década de 1960 mis primeras obras fueron prohibidas por el franquismo. En el siglo XXI, si los socialistas se salen con la suya, mis últimas obras serán suprimidas por las izquierdas de la muy autoritaria “memoria histórica.”

Acerca de Stanley G. Payne

Stanley G. Payne es catedrático emérito de Historia en la Universidad de Wisconsin-Madison (USA). Ha publicado más de treinta libros sobre Historia de España y Europa contemporánea. Entre otros; "El colapso de la República", "La Europa revolucionaria", "El camino al 18 de Julio", "Las guerras civiles que marcaron el siglo XX" y "En defensa de España" (Premio Espasa 2017). En el otoño de 2014 ha publicado "Franco, a Personal and Political Biography" (Wisconsin Press), Estados Unidos y una edición más extensa en español (Espasa), junto al historiador Jesús Palacios. Es miembro de la American Academy of Arts and Sciences y correspondiente de las RR. AA. de Historia y Ciencias Morales y Políticas de España. Ha sido codirector del Journal of Contemporary History durante más de 15 años y es Presidente de Honor de la Sociedad de Estudios Contemporáneos (SEC) Kosmos-Polis y miembro del Consejo Editorial de la revista www.kosmos-polis.com. En 2019 la Fundación Consejo España-EEUU le distinguió con el galardón Bernardo de Gálvez.