EN TORNO LA FIGURA DE FRANCISCO FRANCO: UN ANÁLISIS DESDE EL REALISMO POLÍTICO

“No vale decir, como dicen algunos frívolos, que Franco es simplemente un individuo grotesco, que tiene buena suerte, porque eso no es más que la versión invertida de la imagen de Franco hombre providencial difundida por la propaganda. ¿Puede, en efecto, imaginarse nada más providencial que veinticinco años de buena suerte?. Veinticinco años son muchos años. España y los españoles han cambiado, y aunque forzosamente hubieran cambiado también sin Franco, el hecho es que han cambiado con él. De la España que Franco deje han de partir quienes vengan cuando éste acabe, no de ninguna anterior”. Así se expresaba, a la altura de 1965, Jaime Gil de Biedma, todo lo contrario de un franquista; gran poeta, hombre de izquierda y homosexual. El análisis destacaba por su realismo político y lucidez histórica. Hoy, cincuenta años después, la figura del general Franco vuelve a la actualidad, entre otras cosas, por la exhumación de sus restos mortales de la tumba del Valle de los Caídos. Una medida que, en más de un sentido, significa y representa una especie de trágico retorno de lo reprimido. Y que, por lo menos a mi modo de ver, es tributaria de un profundo resentimiento histórico y de la imposibilidad de aceptar el principio de realidad. En definitiva, la demostración de que una parte de nuestra clase política vive en la infantilidad.

  La sociedad española padece una de las crisis más agudas de su historia contemporánea. No se trata sólo de una crisis social y económica, sino cultural y de identidad. La actualidad española se caracteriza por una falta de creatividad ciertamente singular y alarmante. Nuestra historiografía no es ajena a esa realidad tan descorazonadora, sino su reflejo. En ese campo, vivimos bajo de férula del tópico. Lo cual se manifiesta en la incapacidad por parte de la mayoría de los historiadores a la hora de dar una interpretación mínimamente realista de la figura de Francisco Franco, que vuelve de nuevo a la actualidad. En la mayoría de los casos, la interpretación de la figura del dictador suele caer en la siempre fácil y gratificadora demología, en el mal radical. Como diría Leo Strauss, reductio ad hitlerum.

  No caeré, por mi parte,  en esa simplificación. En análisis de la figura del general Franco ha de hacerse desde la perspectiva del realismo político que profeso, tributario de Thomas Hobbes, Carl Schmitt, Julien Freund y Raymond Aron. A la hora de interpretar la figura histórica de Francisco Franco resulta indispensable contextualizarla en profundidad. Según señalaba Ortega y Gasset, la trayectoria vital de un ser humano es consecuencia de tres factores fundamentales: la vocación, la circunstancia y el azar. La vocación es el tipo de hombre que la persona en cuestión pretende ser. Consiste en el más íntimo deseo del hombre, en su auténtico “yo”. La circunstancia es el mundo de las cosas en derredor, las facilidades y dificultades con que toda vida se encuentra para realizarse. La circunstancia es un ingrediente esencial de la vida e incluye las facultades y aptitudes personales. El azar es un factor imprevisible que interfiere en ese sistema inteligible que forma la vocación y la circunstancia. Así pues, escribir una biografía es acertar a poner en ecuación esos tres valores. Francisco Franco no fue, ni pretendió ser, un hombre de pensamiento. Fue un militar y un nacionalista español. Como demostraría a lo largo de su mandato, fue un político frío, realista e implacable, imbuido de una idea casi mesiánica de su misión histórica. Su figura resulta inexplicable sin la yuxtaposición de las dos grandes crisis de la sociedad española contemporánea, la de 1898, es decir, la de identidad nacional, y la de 1917-1939, es decir, la social y política. Franco fue un hombre que vio zozobrar los valores en que hasta entonces se asentaba el concepto de Patria española; el declive del régimen liberal y parlamentario; las insuficiencias del proceso de “nacionalización de las masas”  españolas; el ascenso de los nacionalismos periféricos catalán y vasco; el triunfo y la consolidación de la revolución bolchevique en Rusia y sus intentos de extensión al resto de Europa;  el ascenso de los fascismos; y, sobre todo, la amenaza muy real, y nada retórica, de revolución social en España a lo largo del período republicano. La guerra civil no puede interpretarse correctamente si no es a partir de la dialéctica entre revolución y contrarrevolución.  En tal contexto, Francisco Franco se mostró como un conservador escéptico hacia las ideologías, cuya convicción última era que, como había demostrado la experiencia republicana, el gobierno y el orden sólo podían resurgir de la autoridad omnipotente y de una comprensión astuta de las pasiones de los hombres. Un pragmático y realista que llegó a la conclusión de que sin un Leviatán que castigase a los revolucionarios, la sociedad española era incapaz de escapar al caos. Con toda seguridad, se creyó llamado a ejercer la función de “dictador tutelar” por la que tanto habían clamado los regeneracionistas finiseculares, como Ricardo Macías Picavea, Lucas Mallada o Joaquín Costa. Su régimen fue, como señaló Rodrigo Fernández Carvajal, una “dictadura constituyente y de desarrollo”. Un sistema más personal que institucionalizado. Una “dictadura soberana”, en el sentido de Carl Schmitt, es decir, que no reconoce ni puede reconocer una normatividad preexistente, y que, en rigor, se atiene al auctoritas, non veritas facit legem, de Thomas Hobbes. Lejos de ser monolítico, el régimen de Franco fue, de hecho, plural, una maraña inextricable de organizaciones y tendencias  rivales que competían y se hostilizaban entre sí, y de las que el dictador fue un hábil domador y domesticador. El predominio de una u otra tendencia –falangistas, tradicionalistas, monárquicos, tecnócratas- cambaría, según los períodos, las coyunturas y la decisiva voluntad de Franco, que tuvo, desde el principio, el papel de árbitro y mediador entre aquella abigarrada constelación de fuerzas sociales y políticas.

 En ese sentido, mi opinión acerca de Franco se encuentra muy cerca de la que expresó Raymond Aron en sus Memorias. Su largo período de gobierno respondió a una “necesidad trágica”, nacida de la invertebración social, política, económica y cultural de la sociedad española, incapaz de generar en su seno los fundamentos de un orden político estable. No basaré, sin embargo, en ningún intelectual o sociólogo liberal o conservador, mi juicio sobre su triunfo o fracaso. Es el marxista Perry Anderson quien, en mi opinión, ha visto con mayor claridad la perspicacia de Franco y su triunfo final, en su lúcida obra El Nuevo Viejo Mundo: “Al término de la II Guerra Mundial, la democratización era una opción impensable para Franco: era arriesgarse a que el volcán político volviera a entrar en erupción. El caudillo no habría podido garantizar la seguridad del ejército, ni la de la Iglesia, ni la de la propiedad. Treinta años después, el régimen había cumplido su tarea histórica. El desarrollo económico había transformado la sociedad española, las bases políticas radicales habían desaparecido y la democracia ya no representaba una amenaza para el capital. La dictadura había hecho su trabajo tan a conciencia que el ineficaz socialismo borbónico no puede siquiera restaurar la república que Franco había derrocado”.

  La victoria de Franco fue completa; de ahí el síndrome que padece, desde entonces, un sector de la izquierda española. No asumirlo es una muestra de infantilismo. Y lo mismo puede decirse del carácter de nuestra historiografía. Uno se maravilla de que antiguos comunistas como Renzo de Felice o judíos e izquierdistas como George L. Mosse o Zeev Sternhell y su escuela puedan escribir con tanta serenidad sobre el fascismo italiano, sobre el nacional-socialismo alemán o sobre la figura de Mussolini, y en nuestro país, de la mano de Ángel Viñas, Paul Preston,  o Julián Casanova, estemos todavía, con respecto a Franco, en el esquema franquismo/antifranquismo, que resulta ya inaceptable en una cuestión de carácter historiográfico, y que es tan sólo válida en las plazas o en los comités de partido. Esa es nuestra miseria y ese es nuestro reto.

  La exhumación de sus restos pretende ser una especie de revancha histórica. Sin embargo, ese tipo de medidas suelen tener, a medio y largo plazo, un efecto boomerang sobre aquellos que las han llevado a cabo. Quizás por eso me vienen a la memoria unas palabras del propio Franco en uno de sus últimos y más crípticos discursos: “Es virtud del hombre político la de convertir los males en bienes. No en vano reza el adagio popular que no hay mal que por bien no venga”.

Acerca de Pedro Carlos González Cuevas

Profesor Titular de Historia de las Ideas y de las Formas Políticas en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Fue Becario en el CSIC y en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Autor de las siguientes obras: Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936).Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días .La tradición bloqueada. Maeztu. Biografía de un nacionalista español. El pensamiento político de la derecha española en el siglo XX. Conservadurismo heterodoxo. La razón conservadora. Gonzalo Fernández de la Mora, una biografía político-intelectual. Estudios revisionistas sobre las derechas españolas.